La literatura argentina abunda en grandes olvidados que antes o después terminaron desenterrados de la amnesia general. Pero aún no le llegó el turno a Abel Mateo, escritor de novelas policiales que se ubica entre los pioneros de un género hoy en auge, pero que en los años 30 representaba casi un gesto de excentricidad.
Por Gonzalo Santos
Fotos olvidadas. A sus obras editadas, hoy inhallables, se suma una gran cantidad de inéditos, entre los que figuran La novela humana (cinco tomos), un libro de ensayos.
Fotos olvidadas. A sus obras editadas, hoy inhallables, se suma una gran cantidad de inéditos, entre los que figuran La novela humana (cinco tomos), un libro de ensayos. | Foto: Cedoc
Abel Mateo pertenece a esa categoría de escritores a los que el tiempo suele reducir a mero significante: ítem de algún listado. Apenas un nombre entre otros nombres. Los críticos le han puesto una etiqueta, lo han inscripto a una tradición –policial de enigma– y se han ido a ocuparse de la deconstrucción de otras intrascendencias. Su obra, huérfana de tesis, de estudios, carece de aquello que la haría visible al investigador, y su novela Con la guadaña al hombro (1940) ya ni siquiera ocupa ese lugar fundacional en el que la había puesto Donald Yates: otros investigadores han encontrado antecedentes de la novela policial en la década del 30 –El enigma de la calle Arcos (1932) y El crimen de la noche de bodas (1933)–, y luego Román Setton ha ido más lejos: los ha visto en el siglo XIX.
Ya sin ese lugar privilegiado, Mateo fue progresivamente olvidado, como si no hubiese tenido más mérito que ése: el de dar inicio a una tradición.
Para el crítico Jorge Lafforgue, autor junto con Jorge B. Rivera del clásico ensayo Asesinos de papel (1977), si bien “sus empeños no fueron revolucionarios (Borges, Walsh), ni brillantes (Bioy, Pérez Zelaschi, Martini, Piglia, De Santis), su actual borramiento es inmerecido”. Si revisamos diccionarios (de Adolfo Prieto a César Aira), manuales diversos e historias (en la canónica de Enrique Anderson Imbert, que supo cultivar el género en la misma época que Mateo, apenas aparece su nombre incluido en una enumeración), es ninguneado una y otra vez.
En la página de la Biblioteca Nacional, donde debiera estar su biografía dice: “Es el autor que más ha escrito en la tendencia policiaca”. Eso es todo. Ni siquiera figura la fecha de su deceso, y las obras inéditas que consignan están incompletas. “Eso es algo que copiaron de la solapa de un libro suyo que parece pirateado”, dice Mariano Buscaglia, un amigo e “investigador amateur” –así se define–, que hace poco, y luego de una ardua pesquisa, ha podido dar con uno de los hijos de Abel: Fernán Gonzalo, cuya memoria es tal vez el único dispositivo que almacena alguna información sobre la vida de su padre.
Empecemos, pues, por el comienzo. Abel Mateo y Fernández –ése es su nombre completo– nace en Buenos Aires en 1913 y a los tres años se va a Uruguay, país en el que estudia –Filosofía o Letras: Fernán no está seguro– y en el que permanece por casi 25 años, pese a lo cual “siempre se sintió Argentino”, cuenta su hijo. “De hecho, a los 18 años viene a Buenos Aires sólo para hacer la colimba; luego se vuelve. Era muy nacionalista”.
A pesar de que no necesitaba trabajar –su padre era un empresario en condiciones de ahorrarle ese flagelo injusto–, en Montevideo tenía una librería, Salamanca, donde se hacían cócteles y se juntaban a hablar de literatura con algunos escritores entre los que estaba Eduardo Mallea e Ignacio Anzoátegui, que era uno de los mejores amigos de él. Tal vez por esa amistad –se sabe que el polémico autor de Vidas de muertos defendió el nazismo–, y quizás por otros rumores, “un día fueron a la librería el canciller uruguayo y el embajador británico”, cuenta Fernán, “y el embajador le dice a papá que había comentarios de que él era proalemán, que quería sacarse la duda, etcétera, y papá le dijo: ‘Bajo ningún punto de vista soy proalemán. Pero sí le puedo decir que soy antibritánico’”. Acto seguido le clausuran la librería y lo meten preso por un tiempo.
A los 27 años, en 1940, y con el seudónimo “Diego Keltiber”, publica su primer libro: Con la guadaña al hombro, con el que abre –Jorge Lafforgue dixit– el período clásico de nuestra narrativa policial. La novela, que fue financiada por él mismo –y cuya tirada, estima Fernán, no superó los mil ejemplares–, pronto empezó a recibir comentarios elogiosos, sobre todo de intelectuales norteamericanos: Anthony Boucher, el conocido editor, la califica de “obra maestra” y la compara con la obra de Ellery Queen; la revista Publishers Weekly la juzga “extraordinaria”, la lee como “un llamado de atención contra el fascismo en Argentina”, y afirma que es “la primera entre las novelas argentinas largas de tipo deductivo”, aseveración que luego hará suya Donald Yates en su libro The Argentine Detective Story (1960).
La novela, hoy inhallable –a pesar de la crítica extranjera, nunca fue reeditada: el “satelismo cultural” del que hablaban algunos contornistas a Mateo nunca llegó–, es un mamotreto de casi quinientas páginas que se inicia con un homicidio: una señora modifica su testamento y, acto seguido, aparece muerta. La sospecha recae, por supuesto, en los nuevos beneficiarios, entre los cuales hay varios políticos. Pero todos van siendo asesinados por un “desconocido” que deja juguetes en la escena del crimen y que en cada capítulo parece ser un personaje diferente. La intriga se complica tanto –y de forma tan brillante– que el final tal vez no logra satisfacer las expectativas, pues, como él mismo escribirá en El asesino cuenta el cuento (1955), “es casi imposible obtener desenlaces brillantes en el género policial, sobre todo cuando las cosas se han complicado mucho”.
Entre los personajes es inevitable destacar a Bernal Cheste –clara alusión a Chesterton–: un detective porteño de gran erudición e ingenio, irónico y reticente, por momentos enigmático, que reaparecerá en obras posteriores, pero que no correrá la misma suerte –en términos de fama– que otros pesquisidores más afortunados, como Don Frutos, Isidro Parodi o el Laborde de Peyrou, entre otros.
Ahora bien, unos años después de esa auspiciosa ópera prima, Abel Mateo consigue el puesto de representante de la editorial Emecé en Uruguay, se casa, y al poco tiempo le ofrecen venir a Buenos Aires como director de ediciones. El acepta y le transfiere la librería a su amigo Adolfo Linardi Montero, quien se asocia luego con Juan Ignacio Risso Suárez (posteriormente, la librería será rebautizada como Linardi y Risso y se convertirá en una de las más prestigiosas librerías anticuarias de Latinoamérica). Ya de este lado del charco, se instala en la localidad de Martínez: entre Paunero y Vieytes.
Entre sus labores como editor, ha estado al frente de la famosa colección Grandes Novelistas, pero “en su primera época”, aclara Fernán, “cuando esa colección aún publicaba buenos autores, como Kafka o Camus. Después se va papá y empiezan a publicar a cualquier autor. Cuando estaba él un best seller ahí no entraba ni por putas”.
De hecho evaluaba el material con tanta rigurosidad que, naturalmente, se hizo de varios enemigos. Silvina Bullrich, por ejemplo, “lo odiaba”, cuenta Fernán. “Una vez llevó un manuscrito a Emecé, pero no se lo publicaron. Fue a hablar primero con Bonifacio del Carril, que era el que puso a papá donde estaba, y luego se encaró con papá: ‘¿Por qué no lo publicó?’, le dijo. ‘Porque está mal escrito’, le respondió papá. El era así”.
En 1948 publica la que tal vez sea su obra más conocida: Un viejo olor a almendras amargas, una pieza teatral escrita unos años antes, a la que el investigador Román Setton juzga como “una de las mejores obras policiales paródicas de la literatura argentina”. Estrenada en 1954 en el teatro Patagonia por la compañía Teatro del Medio Siglo, esta obra de Mateo logra una síntesis dialéctica en la que concilia su carácter “antibritánico” con su admiración por los policiales ingleses de enigma, y coquetea con algunos pirandellismos metaficcionales y procedimientos humorísticos que configurarán buena parte de su obra posterior. Resumiendo bastante, el texto, que no escatima intertextualidades, se desarrolla en una casona londinense en la que se reúnen los miembros de la Sociedad de Amigos del Crimen –el nombre remite a una obra de Sade– a discutir sobre asuntos policiales. Entre ellos está el autor del drama –lo que, en la terminología de Ducrot, se identificaría como el “locutor”, es decir, aquel que se responsabiliza de la enunciación, en este caso de la obra– que al inicio se presenta como tal ante el público y luego pasa a actuar junto a los demás personajes, quienes, para matar el tedio, deciden “representar una obra criminal”, y le proponen a él que les asigne roles distintos: “El asesino genial”, “el canalla inocente”, “la ingenua sospechosa”, etcétera. Pero la representación se interrumpe, casi antes de empezar, con la entrada de otro personaje y con el posterior homicidio que ocurre ahí dentro; aunque en cierto sentido continúa en otro plano ficcional. Ante la incapacidad del inspector de Scotland Yard y de otros detectives privados que parodian algunos estereotipos de la novela inglesa, el crimen lo termina resolviendo un espectador.
Pero volvamos a la vida de Abel. Además de ser editor en Emecé, tuvo otros trabajos que resultan desconcertantes, como el de asesor en el Consejo Agrario y en la petrolera Astra. “También trabajó con Perez Companc, pero no sé qué hacía… Hablar, seguramente”, opina Fernán, quien recuerda que durante la década del 50 también colaboró con varios medios gráficos como el diario La Nación, la revista El Hogar, PBT (donde tenía las secciones “Filosofismas al contado” y “Del asesinato como recreo intelectual”); y Caras y Caretas, donde hacía reseñas de libros, aunque también llegó a publicar una nouvelle: La casa del grito pelado, que pronto reeditará una pequeña editorial independiente.
Respecto de la publicación de libros, en esa misma década, y más precisamente en 1953, Mateo publica El asesino está en la cárcel con el seudónimo “Ameltax Mayfer” y dos años después El asesino cuenta el cuento: una serie de relatos prologados, como siempre, por “Walter Ego” –otro de sus seudónimos–, en los que abundan las reflexiones sobre el cuento policial, y donde los artificios de la ficción terminan colonizando lentamente a la realidad, imponiéndole sus moldes, algo por cierto similar a lo que ocurre en Reportaje en el infierno (1956), novela de la que Román Viñoly Barreto hizo en 1959 una versión para el cine, que Mateo aborreció –se dice que la adaptación nunca fue autorizada–, a pesar de la amistad que lo unía con el director uruguayo. En este texto, donde reaparece Bernal Cheste, el personaje principal es un periodista de policiales que tiene una revelación luego de la lectura de la Divina Comedia y decide pegarse un tiro en la sien para ingresar al séptimo círculo del infierno y entrevistar a los asesinos más famosos de la historia (aunque la bala le causa apenas una herida y termina en un manicomio: cosas que pasan).
En el mismo año que Reportaje en el infierno también publicó El detective original (El aire y Aldebarán), un libro de relatos que tiene como protagonista a Boanerges Cid, un excéntrico y ultracatólico detective rayano en el dislate, que ha sido, entre otras cosas, “profeta en el Atlas”, “tocólogo en Shanghai”, “contrabandista en Sierra Morena”, “visir en Bagdad”, y que a veces exhibe un humor absurdo que recuerda al de Macedonio Fernández.
Lo último que se editó de él, al menos en libro, fue El bosque y cinco árboles (1960), un volumen de cuentos encuadrados, como todo lo que ha escrito, en la tradición del policial de enigma. Del 60 al ’66, año en que muere luego de una infausta operación, no se registra ninguna publicación. “Lo que pasa es que en ese tiempo estaba preparando y corrigiendo los cinco tomos de La novela humana”, cuenta Fernán. Se trata de un conjunto de ensayos –algunos publicados en su momento en El Hogar– sobre literatura, historia y política. “Para mí es lo mejor que escribió”, afirma su hijo; pero hoy ese material continúa inédito junto a gran parte de su obra. Tal vez, como dice Jorge Lafforgue, sea hora de “hacer una revisión sobre Mateo, o quizá sea mejor decir un estudio, pues no tengo memoria de ningún análisis a su respecto”.
Obra inédita completa
De acuerdo al recuento que hicimos con Mariano Buscaglia, la obra todavía inédita de Abel Mateo es casi tan voluminosa como su obra publicada. Además de esa monumental serie de ensayos –cinco tomos– llamada La novela humana, y de las galeras repletas de tachaduras y anotaciones de los libros editados –un gran orgasmo para la crítica genética–, en la casa de Fernán Gonzalo hay siete originales más, que él conserva hace ya cincuenta años: La acera de enfrente siempre es la otra (cuentos), El asesino juega el juego (cuentos), La casa del grito pelado (nouvelle), El señor de la barba tupida (humor), Cerezas por hierro viejo (cuentos), Cuando Cupido es tuerto (humor), Agua y juguetes en clave de sol (éste es el único título cuyo manuscrito no aparece), y La alfombra tiene un capricho (humor), a lo que se podría sumar también el libro Con la guadaña al hombro, hoy completamente inhallable, al igual que varias otras piezas imprescindibles del policial argentino.
El laboratorio de los espejos
Mateo fue un autor que utilizó muchos seudónimos: “Walter Ego”, “Ameltax Mayfer”, “Diego Keltiber”, “Tales de Fulanez”, “Troyan Japrysh” y algunos más. En la década del 40-50 los escritores solían escribir con seudónimo, ya sea porque no querían desprestigiar sus nombres en novelitas apresuradas o por encargo, o por cuestiones editoriales (un apellido anglosajón siempre vendía más). Mateo, sin embargo, tenía una teoría para todo, como se ve en este pasaje del prólogo de El asesino cuenta el cuento: “Estamos de acuerdo en que el hombre tiene varias personalidades, según se mire él, o lo miren sus amigos, su mujer, sus jefes, sus hijos (…). Según es en realidad y según lo juzga Dios. (…). Pero el hombre es proteico de varias maneras. No solamente en la latitud de los otros-nos y en la longitud de la fama, sino también en su capacidad de crear –de segregar, casi mejor dicho– seres a su imagen y semejanza que asumen las responsabilidades de algunas manifestaciones biogénicas de la mente literaria. Es lo que el literato tiene de prodiós. Es su capacidad de dar vida pública a criaturas latentes en la memoria hereditaria –los personajes–, pero es también su facultad de eonizarse en seudónimos y anagramas, que se distinguen unos de otros –cuando son realmente distinguidos– y se diferencian en sus modos de ser y hacer. No se trata de fregolismo ni de cosmética, sino (…) de cariocinesis ontológica. Su sede natural es, por supuesto, el laboratorio de los espejos”.
¡Excelente, gracias!
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